La naginata era un arma letal con la que se podía cortar la suciedad dispersa.
Y quien empuñaba esa naginata era quien protegía el camino hacia la eternidad.
Cuando la que se alzaba por encima de las nubes de tormenta miraba al mundo mortal que tanto amaba,
veía sus disputas superficiales y sus obsesiones pasajeras.
Tales contenciones provenían de apegos innecesarios y de deseos incontrolados, ambos enemigos de la eternidad.
La maleza salvaje que perturbaba al inmutable mundo sería barrida por el rayo.
“Entonces, ¿qué clase de eternidad se reflejaría en los ojos de ███?”,
preguntó el ser divino que bebía vino con ella bajo los cerezos en aquel recuerdo todavía claro.
Qué pregunta tan tonta.
No recordaba la respuesta que le dio debido a su estado de embriaguez.
Pero ella ya había obtenido la respuesta innumerables veces en esos recuerdos.
Hay que limpiar los frutos para mejorar su calidad, y las plantas que se utilizan en los tintes deben tener sus flores podadas.
No se podía permitir ni una pizca de suciedad en un paraíso eterno.
“Ah, pero aun así…
Aunque se use ese gran filo luminoso para arrancar de raíz toda obsesión y eliminar la posibilidad de que los sueños echen raíces y se marchiten por sí mismos…
Un mundo tranquilo que no admite disputas, ni ganancias, ni pérdidas… Será un mundo amnésico y perdido”.
En el corazón de la eternidad, el recuerdo de esa vieja amiga sigue siendo igual de claro y el aroma del cerezo, igual de fresco, como si aún estuvieran en el presente.
“Pero nunca te olvidaré, como tampoco olvidaré las cosas que se perdieron a lo largo de los años”.
Después de todo…
Habiendo sido testigo de cómo la aniquilación de la oscuridad consumió a las personas que más le importaban,
¿cómo no iba a ver como enemigos mortales lo absurdo de la vida y la muerte y lo incomprensible del destino?
Ya que nadie puede anular la impermanencia del mundo y la naturaleza estéril de este juego,
entonces deja que la eutimia eterna de su corazón entre en la nación que ama.