« Una lanza que simboliza la firme resolución de Dvalin. La recta asta de esta arma, que apunta hacia los cielos, está revestida con el poder del cielo y del viento. »
La columna que sostiene el cielo.
El verdadero compañero del Arconte Anemo nunca vaciló en su deseo de proteger el Reino del Viento.
Esta determinación inquebrantable fue lo que sostuvo al Dragón del Viento durante la batalla contra su némesis.
En la antigüedad, Durin, el dragón de las sombras, codiciaba la paz de la que disfrutaba Mondstadt. Por ello, salió de su escondite para profanar la tierra.
Las alas negras de Durin cubrieron el cielo, y liberaron unas nubes de humo tóxicas.
Tanto fue así que ni siquiera los mil vientos pudieron contener la peste y putrefacción.
Entonces, una lluvia negra cayó del cielo. El estruendo del aguacero ahogó los gritos y lamentos de la gente.
La agonía de la gente despertó al Arconte Anemo, cuyo corazón se llenó de desesperación.
Así pues, invocó a Dvalin y, envueltos en una tormenta, atravesaron los cielos venenosos.
El gran dragón gritó antes de lanzarse a la batalla y crear una grieta en el nocivo nimbo que había creado el dragón de las sombras.
El Dragón del Viento movió sus alas para crear un rápido torbellino que destruyó las nubes tóxicas.
Dvalin agarró al dragón venenoso con sus poderosas garras y lo elevó a una altura a la que ni siquiera las nubes eran capaces de llegar.
La lluvia venenosa se dispersó tan pronto como sobrepasaron las nubes, y el ardiente cielo se convirtió en el campo de batalla de ambos dragones.
Finalmente, el Dragón del Viento atravesó la garganta de su enemigo con sus afilados colmillos, tras lo que desgarró su corazón corrupto por medio de sus gigantescas garras.
El monstruo al que los pecadores alimentaron, lleno de eterno pesar, cayó de los ahora inmaculados cielos sobre el pico de una montaña nevada.
Así, la gente del Arconte Anemo permaneció sana y salva gracias a la feroz batalla que había tenido lugar en las alturas del cielo.
Pero en el momento de su triunfo, el líquido venenoso de su enemigo pasó desde los dientes de Dvalin hasta sus entrañas.
El dolor marchitó los huesos y la médula del agonizante Dragón del Viento, que se acurrucó en las profundidades de unas antiguas ruinas.
Mientras se lamía sus heridas para curarlas, Dvalin se aferraba a la esperanza de que algún día alguien lo despertaría.
Entonces, volvería a sobrevolar los cielos, dispersaría la oscuridad y cantaría al son de la lira de su querido amigo, el Arconte Anemo.